viernes, 24 de febrero de 2012

A vueltas con los tambores


Un buen amigo, bajo una apariencia anónima, dejó hace ya días un breve comentario en un prosículo anterior en el que hablábamos de los tambores africanos. Su contribución era una cita de la Anábasis de Saint-John Perse. Por su belleza y pertinencia, me permito repetirla aquí en versión castellana:
no trafiquéis con una sal más fuerte, cuando, por la mañana, en un presagio de reinos y de aguas muertas, suspendidas por encima de los humos del mundo, los tambores del exilio despiertan en las fronteras
la eternidad que bosteza en las arenas
La imagen de la sal, como símbolo de vida o de sustancia que anima algo mortecino, aparece poco antes cuando el poeta proclama “¡Yo avivaré con sal las bocas muertas del deseo!”. Todo esto me ha llevado a leer a Saint-John Perse (y a escribir menos), pero dicha lectura no dejará de tener su reflejo en futuros prosículos.
Las imágenes de los tambores africanos como amenazante música de fondo en la selva son obvias en otros fragmentos literarios. Céline, en un tono muy diferente, le hace decir al hombre que el protagonista encuentra en la profunda selva después de días de búsqueda:
Si ha venido usted por el tam-tam, ¡no se ha equivocado de colonia!... Porque aquí lo tocan porque hay luna y después porque no la hay… Y luego porque esperan la luna… En fin, ¡siempre por algo! ¡Parece como si se entendieran con los bichos para fastidiarte, esos cabrones! Como para volverse loco, ¡se lo aseguro! Yo me los cargaba a todos de una vez, ¡si no estuviera tan cansado! Pero prefiero ponerme algodón en los oídos…
Viaje al fin de la noche, Edhasa (trad. de Carlos Manzano).
Y en otro pasaje, en el que también se refiere una búsqueda, ya clásica, por la selva africana, Joseph Conrad escribe:
Tal vez en alguna noche tranquila el temblor de los tambores lejanos, apagándose, subiendo, un temblor dilatado, desmayado; un sonido sobrenatural, atractivo, sugerente y salvaje; y tal vez con un significado tan profundo como el sonido de las campanas en un país cristiano.
El corazón de las tinieblas, Alianza (trad. de Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo).
Citas que no hacen sino confirmar lo que se decía acerca de los tambores y las lecturas que de su sonido de fondo se hicieron en otros tiempos, pero que han quedado como imágenes clásicas de lo ignoto y profundo de la selva africana.

domingo, 12 de febrero de 2012

Nacionalismo y cosmopolitismo


Hemos llegado al sexto prosículo sin hacer una sola mención al divino y humano Marcel Proust, una de nuestras debilidades literarias, que quizá se encuentre en el origen del seudónimo con el que firmamos estos engendros. Pero hablando como hablábamos de las folies de la France y de la exigüidad, resulta casi inevitable (por alusión o por contraste) sacar a don Marcelo a colación.
También es posible que lo que nos ha llevado a acordarnos de Proust tenga que ver con la reciente lectura en la wikipedia de la biografía del príncipe Louis de Battenberg (también en español), un personaje digno del monumento proustiano por los motivos que se verán a continuación.
Resulta muy interesante el contraste que se produce, en la época del fervor nacionalista decimonónico, entre ese ideal nacional por encima de cualquier otra lealtad y la presencia en múltiples cortes y centros de poder europeos de una alta aristocracia, heredera del mundo prerrevolucionario. Esta nobleza –sobre todo aquella ligada al desaparecido Sacro Imperio–, había establecido vínculos de sangre por toda Europa en su misma casta, y cuando, con la Gran Guerra, se desataron todas las tensiones nacionalistas, muchos de sus miembros se vieron atrapados por sus lealtades aparentemente dudosas. Así les sucedió a algunos Battenberg en el Reino Unido, pero también a otros príncipes y nobles del Imperio que habían hecho de París su residencia habitual o que incluso se consideraban tan franceses como germanos, sin olvidar a la propia alta nobleza francesa con lazos familiares en Alemania.
Este último es el caso de uno de los grandes personajes proustianos, el barón de Charlus. En Le Temps retrouvé, Charlus es acusado por Mme. Verdurin de ser prusiano: “Se lo digo yo, que lo sé, nos lo ha repetido hasta la saciedad que era miembro hereditario de la Cámara de Señores de Prusia y Durchlaucht” (Alteza Serenísima), para proseguir, en un arrebato del más exacerbado nacionalismo burgués: “Si tuviéramos un gobierno más enérgico, todos esos deberían estar en un campo de concentración.” (Traducción de Mauro Armiño para Valdemar).
La lealtad a una nación choca aquí con una fidelidad supranacional a su casta, que solo era capaz de entender los enfrentamientos entre países en términos de pugnas dinásticas o conflictos feudales, pero que rechazaba la idea de “nación”, pues, como es lógico, la misma suponía la desaparición de sus privilegios estamentales.
[Releo y veo que nos hemos puesto muy serios. Trataremos de evitarlo en adelante.]

jueves, 2 de febrero de 2012

Elogio de lo exiguo


Si nos paramos a pensar un momento en las tres breves y bellas palabras de la lengua castellana que titulaban el anterior prosículo, y si consideramos otros muchos monosílabos y bisílabos presentes en nuestro acervo lingüístico, resulta fácil colegir que todos esos vocablos de ejemplar concisión y suprema belleza en su exigüidad constituyen la base de nuestra lengua, el pilar de nuestra cultura y, en definitiva, el cimiento de nuestro ser.
Aunque la predilección por largos palabros y complejos términos es universal (como muestra, véase este blog), las palabras breves son el futuro de nuestra lengua (al menos de la hablada y de la escrita digital). La brevedad es un bien cuando se escribe en un móvil o artilugio similar. Pero además, las palabras cortas suelen ser las más importantes y comunes de una lengua.
Sin embargo, hay casos extraños. Cualquier estudiante inicial de la lengua francesa se topa en sus primeras lecciones con una peculiar palabra para expresar algo tan simple como ‘hoy’: aujourd’hui dicen los gabachos. ¡Qué galimatías de imposibles diptongos y apóstrofos para referirse al presente día! ¡Qué embrollo casi imposible de recordar para el no iniciado! ¡Qué extraño engendro nacido de la retorcida mente lingüística de nuestros vecinos! (Y no seguiremos por este derrotero, pues acabaríamos en el clásico “sorprendióse un portugués…”).
Todo esto viene a cuento de una reciente lectura en la que encontré una entretenida narración de la historia etimológica del engendro gabacho. Como cualquier avisado estudiante de francés –y con algo más de conocimiento de dicha lengua que un principiante–, puede deducir, el palabro en cuestión contiene en su forma la expresión au jour d’hui, es decir, ‘en el día de hoy’, pues hui es el verdadero hijo francés del latino hodie, y hermano de nuestro común y breve ‘hoy’. El término latino es, a su vez, un compuesto de hoc die ([en] este día), de modo que la forma francesa no deja de ser una acumulación: ‘en el día de este día’; aún más increíble si se considera que en el francés coloquial existe la costumbre (aunque criticada por los puristas) de decir au jour d’aujourd’hui (‘en el día de hoy’, que en su versión desarrollada sería: ‘en el día del día de este día’). Folies de la belle France?
En realidad no se trata de una locura específicamente francesa, sino de un vicio (o virtud) muy extendido y común a todos los humanos. Así lo cuenta el lingüista anglo-israelí Guy Deutscher, que relata otras muchas e interesantes sagas lingüísticas por el estilo en su The Unfolding of Language (Arrow Books), 2005. Y lo hace con sorprendente gracia y sentido común, para llegar a conclusiones aparentemente sólidas sobre la evolución de las lenguas humanas. Aunque sobre este asunto, escribiremos más otro día, pero no en el día del día de este día.