Hemos llegado al sexto prosículo sin hacer una sola mención al divino y
humano Marcel Proust, una de nuestras debilidades literarias, que quizá se
encuentre en el origen del seudónimo con el que firmamos estos engendros. Pero
hablando como hablábamos de las folies de
la France y de la exigüidad, resulta
casi inevitable (por alusión o por contraste) sacar a don Marcelo a colación.
También es posible que lo que nos ha llevado a acordarnos de Proust tenga que
ver con la reciente lectura en la wikipedia de la biografía del príncipe Louis de Battenberg
(también en español), un
personaje digno del monumento proustiano por los motivos que se verán a
continuación.
Resulta muy interesante el contraste que se produce, en la época del fervor
nacionalista decimonónico, entre ese ideal nacional por encima de cualquier
otra lealtad y la presencia en múltiples cortes y centros de poder europeos de
una alta aristocracia, heredera del mundo prerrevolucionario. Esta nobleza –sobre
todo aquella ligada al desaparecido Sacro Imperio–, había establecido vínculos
de sangre por toda Europa en su misma casta, y cuando, con la Gran Guerra, se
desataron todas las tensiones nacionalistas, muchos de sus miembros se vieron
atrapados por sus lealtades aparentemente dudosas. Así les sucedió a algunos
Battenberg en el Reino Unido, pero también a otros príncipes y nobles del
Imperio que habían hecho de París su residencia habitual o que incluso se
consideraban tan franceses como germanos, sin olvidar a la propia alta nobleza
francesa con lazos familiares en Alemania.
Este último es el caso de uno de los grandes personajes proustianos, el
barón de Charlus. En Le
Temps retrouvé, Charlus es acusado por Mme. Verdurin de ser prusiano: “Se
lo digo yo, que lo sé, nos lo ha repetido hasta la saciedad que era miembro
hereditario de la Cámara de Señores de Prusia y Durchlaucht” (Alteza Serenísima), para proseguir, en un arrebato
del más exacerbado nacionalismo burgués: “Si tuviéramos un gobierno más
enérgico, todos esos deberían estar en un campo de concentración.” (Traducción
de Mauro Armiño para Valdemar).
La lealtad a una nación choca aquí con una fidelidad
supranacional a su casta, que solo era capaz de entender los enfrentamientos
entre países en términos de pugnas dinásticas o conflictos feudales, pero
que rechazaba la idea de “nación”, pues, como es lógico, la misma suponía la
desaparición de sus privilegios estamentales.
[Releo y veo que nos hemos puesto muy serios. Trataremos de evitarlo en adelante.]
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