jueves, 1 de marzo de 2012

Y los sueños, sueños son


Tras el paréntesis del prosículo anterior, continuamos nuestra breve glosa de la obra de Proust, que nos llevará por derroteros más oníricos.
Leyendo, no hace mucho, un suplemento sobre el sueño en la revista New Scientist, en el que se afirmaba que la diferencia entre vigilia y sueño no es tan extrema como pueda parecer (en concreto se decía que el estado de sueño no es una situación on-off), me vinieron al recuerdo ciertos momentos intermedios, al caer en el sueño o al volver a la vigilia, que aparecen descritos con insuperable maestría en las primeras páginas de la Recherche.
Esos límites entre lo que creemos nuestro estado de plena consciencia y otros estados, como el del sueño, que escapan a nuestra voluntad y a las normas comunes de la razón, nos suelen dejar algo perplejos. El narrador proustiano cuenta que, al ir despertando de un breve sueño, confunde su propio ser con el contenido del libro que estaba leyendo: “una iglesia, un cuarteto o la rivalidad entre Francisco I y Carlos V” (reconozco que siempre me fascinó poder ser la rivalidad entre ambos monarcas). El caso es similar a situaciones que todos hemos experimentado, pero lo más interesante, como sigue diciendo el narrador, es que “esa creencia sobrevivía unos segundos a mi despertar; no chocaba a mi razón”.
Es cierto que raras veces chocan a nuestra razón los sucesos soñados, o que incluso, aunque nos sorprenda algún detalle, nos sigue pareciendo muy razonable el resto de la extraña fantasía, y que solo al rememorarla, ya despiertos, y evaluarla con la racionalidad de la vigilia, somos capaces de detectar las faltas cometidas contra la lógica común. Pero lo que resulta más inquietante es que la razón siga suspendida en esos breves segundos tras el despertar (o al ir a caer en el sueño y no hacerlo). En realidad, en esos instantes seguramente no estamos aún despiertos, y la “lógica” del mundo de los sueños sigue imperando… ¿o quizá deberíamos decir que estamos volviendo a caer en este mundo atado a las férreas normas de la razón desde esos paraísos oníricos libres de toda ley?
Por otra parte, también resulta asombroso el modo en que “volvemos” al espacio y tiempo real después del sueño: en la mayoría de los casos, algún proceso interno nos resitúa en la realidad, pero en ocasiones ese “programa neuronal” parece fallar y salimos del sueño confusos con respecto a la hora, el día e incluso la época del año o el lugar en el que estamos. Suele durar un instante, pero es una desorientación que puede experimentarse como placentera… Sobre este punto también don Marcelo se explaya en las primeras páginas de la Recherche, pero no las transcribimos para que sea mayor el placer de buscarlas y leerlas.

viernes, 24 de febrero de 2012

A vueltas con los tambores


Un buen amigo, bajo una apariencia anónima, dejó hace ya días un breve comentario en un prosículo anterior en el que hablábamos de los tambores africanos. Su contribución era una cita de la Anábasis de Saint-John Perse. Por su belleza y pertinencia, me permito repetirla aquí en versión castellana:
no trafiquéis con una sal más fuerte, cuando, por la mañana, en un presagio de reinos y de aguas muertas, suspendidas por encima de los humos del mundo, los tambores del exilio despiertan en las fronteras
la eternidad que bosteza en las arenas
La imagen de la sal, como símbolo de vida o de sustancia que anima algo mortecino, aparece poco antes cuando el poeta proclama “¡Yo avivaré con sal las bocas muertas del deseo!”. Todo esto me ha llevado a leer a Saint-John Perse (y a escribir menos), pero dicha lectura no dejará de tener su reflejo en futuros prosículos.
Las imágenes de los tambores africanos como amenazante música de fondo en la selva son obvias en otros fragmentos literarios. Céline, en un tono muy diferente, le hace decir al hombre que el protagonista encuentra en la profunda selva después de días de búsqueda:
Si ha venido usted por el tam-tam, ¡no se ha equivocado de colonia!... Porque aquí lo tocan porque hay luna y después porque no la hay… Y luego porque esperan la luna… En fin, ¡siempre por algo! ¡Parece como si se entendieran con los bichos para fastidiarte, esos cabrones! Como para volverse loco, ¡se lo aseguro! Yo me los cargaba a todos de una vez, ¡si no estuviera tan cansado! Pero prefiero ponerme algodón en los oídos…
Viaje al fin de la noche, Edhasa (trad. de Carlos Manzano).
Y en otro pasaje, en el que también se refiere una búsqueda, ya clásica, por la selva africana, Joseph Conrad escribe:
Tal vez en alguna noche tranquila el temblor de los tambores lejanos, apagándose, subiendo, un temblor dilatado, desmayado; un sonido sobrenatural, atractivo, sugerente y salvaje; y tal vez con un significado tan profundo como el sonido de las campanas en un país cristiano.
El corazón de las tinieblas, Alianza (trad. de Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo).
Citas que no hacen sino confirmar lo que se decía acerca de los tambores y las lecturas que de su sonido de fondo se hicieron en otros tiempos, pero que han quedado como imágenes clásicas de lo ignoto y profundo de la selva africana.

domingo, 12 de febrero de 2012

Nacionalismo y cosmopolitismo


Hemos llegado al sexto prosículo sin hacer una sola mención al divino y humano Marcel Proust, una de nuestras debilidades literarias, que quizá se encuentre en el origen del seudónimo con el que firmamos estos engendros. Pero hablando como hablábamos de las folies de la France y de la exigüidad, resulta casi inevitable (por alusión o por contraste) sacar a don Marcelo a colación.
También es posible que lo que nos ha llevado a acordarnos de Proust tenga que ver con la reciente lectura en la wikipedia de la biografía del príncipe Louis de Battenberg (también en español), un personaje digno del monumento proustiano por los motivos que se verán a continuación.
Resulta muy interesante el contraste que se produce, en la época del fervor nacionalista decimonónico, entre ese ideal nacional por encima de cualquier otra lealtad y la presencia en múltiples cortes y centros de poder europeos de una alta aristocracia, heredera del mundo prerrevolucionario. Esta nobleza –sobre todo aquella ligada al desaparecido Sacro Imperio–, había establecido vínculos de sangre por toda Europa en su misma casta, y cuando, con la Gran Guerra, se desataron todas las tensiones nacionalistas, muchos de sus miembros se vieron atrapados por sus lealtades aparentemente dudosas. Así les sucedió a algunos Battenberg en el Reino Unido, pero también a otros príncipes y nobles del Imperio que habían hecho de París su residencia habitual o que incluso se consideraban tan franceses como germanos, sin olvidar a la propia alta nobleza francesa con lazos familiares en Alemania.
Este último es el caso de uno de los grandes personajes proustianos, el barón de Charlus. En Le Temps retrouvé, Charlus es acusado por Mme. Verdurin de ser prusiano: “Se lo digo yo, que lo sé, nos lo ha repetido hasta la saciedad que era miembro hereditario de la Cámara de Señores de Prusia y Durchlaucht” (Alteza Serenísima), para proseguir, en un arrebato del más exacerbado nacionalismo burgués: “Si tuviéramos un gobierno más enérgico, todos esos deberían estar en un campo de concentración.” (Traducción de Mauro Armiño para Valdemar).
La lealtad a una nación choca aquí con una fidelidad supranacional a su casta, que solo era capaz de entender los enfrentamientos entre países en términos de pugnas dinásticas o conflictos feudales, pero que rechazaba la idea de “nación”, pues, como es lógico, la misma suponía la desaparición de sus privilegios estamentales.
[Releo y veo que nos hemos puesto muy serios. Trataremos de evitarlo en adelante.]

jueves, 2 de febrero de 2012

Elogio de lo exiguo


Si nos paramos a pensar un momento en las tres breves y bellas palabras de la lengua castellana que titulaban el anterior prosículo, y si consideramos otros muchos monosílabos y bisílabos presentes en nuestro acervo lingüístico, resulta fácil colegir que todos esos vocablos de ejemplar concisión y suprema belleza en su exigüidad constituyen la base de nuestra lengua, el pilar de nuestra cultura y, en definitiva, el cimiento de nuestro ser.
Aunque la predilección por largos palabros y complejos términos es universal (como muestra, véase este blog), las palabras breves son el futuro de nuestra lengua (al menos de la hablada y de la escrita digital). La brevedad es un bien cuando se escribe en un móvil o artilugio similar. Pero además, las palabras cortas suelen ser las más importantes y comunes de una lengua.
Sin embargo, hay casos extraños. Cualquier estudiante inicial de la lengua francesa se topa en sus primeras lecciones con una peculiar palabra para expresar algo tan simple como ‘hoy’: aujourd’hui dicen los gabachos. ¡Qué galimatías de imposibles diptongos y apóstrofos para referirse al presente día! ¡Qué embrollo casi imposible de recordar para el no iniciado! ¡Qué extraño engendro nacido de la retorcida mente lingüística de nuestros vecinos! (Y no seguiremos por este derrotero, pues acabaríamos en el clásico “sorprendióse un portugués…”).
Todo esto viene a cuento de una reciente lectura en la que encontré una entretenida narración de la historia etimológica del engendro gabacho. Como cualquier avisado estudiante de francés –y con algo más de conocimiento de dicha lengua que un principiante–, puede deducir, el palabro en cuestión contiene en su forma la expresión au jour d’hui, es decir, ‘en el día de hoy’, pues hui es el verdadero hijo francés del latino hodie, y hermano de nuestro común y breve ‘hoy’. El término latino es, a su vez, un compuesto de hoc die ([en] este día), de modo que la forma francesa no deja de ser una acumulación: ‘en el día de este día’; aún más increíble si se considera que en el francés coloquial existe la costumbre (aunque criticada por los puristas) de decir au jour d’aujourd’hui (‘en el día de hoy’, que en su versión desarrollada sería: ‘en el día del día de este día’). Folies de la belle France?
En realidad no se trata de una locura específicamente francesa, sino de un vicio (o virtud) muy extendido y común a todos los humanos. Así lo cuenta el lingüista anglo-israelí Guy Deutscher, que relata otras muchas e interesantes sagas lingüísticas por el estilo en su The Unfolding of Language (Arrow Books), 2005. Y lo hace con sorprendente gracia y sentido común, para llegar a conclusiones aparentemente sólidas sobre la evolución de las lenguas humanas. Aunque sobre este asunto, escribiremos más otro día, pero no en el día del día de este día.

jueves, 26 de enero de 2012

Caca, pedo, pis, o los tres estados de la materia


Mis fieles comentaristas me animan a seguir combinando ambos tonos, y así lo intento con el título de este prosículo: una referencia universal escatológica matizada por una glosa científica. Hay textos que encuentran su título una vez compuestos, pero hay títulos que incitan a escribir un texto, aunque sea en un tono menor. ¿O no es tan menor? En breve se verá.
Cualquier lector avisado se habrá dado cuenta de la omisión de un término en la poética tríada que preside el prosículo. La palabra que falta –‘culo’, que seguramente será objeto de un tratamiento aparte, como merece ese glorioso sector de la anatomía humana (y no solo humana)–, ha sido omitida por razones que tienen que ver exclusivamente con la lógica clasificatoria. Pues de lo que aquí se trata es de una especie de passio excrementitia, del interés por todo lo excretado.
Una fascinación que surge tempranamente en el niño, que observa que, más allá de todo lo que puede emitir por los órganos superiores de su cabeza (gritos, voces, mocos, babas...), es capaz de generar otros productos misteriosos con las partes inferiores de su anatomía. Y dicho interés crece, además, por la actitud de sus mayores, que muestran toda suerte de tabúes acerca de dichas partes y sus frutos, algo que sin duda el infante percibe.
La atracción por esas producciones corporales tiene asimismo que ver con la aparente autonomía con que son excretadas. Voces, gritos y babas son, a partir de cierta edad, resultado de un acto de la voluntad. Pero la tríada de los bajos –como también podríamos llamarla–, surge en principio sin control voluntario por parte del infante. Solo la represión educativa a que se verá sometido forzará su dominio sobre los esfínteres.
Por último, –y en un análisis apresurado nos atreveríamos a afirmar que este es el argumento definitivo–, el excelso goce que experimenta el cuerpo en la liberación excrementicia ocasiona un grado de felicidad tal, que el infante excrementante no puede sino celebrar el momento y el resultado de su emisión, sea esta en cualquiera de los tres estados de la materia.
Sin embargo, como adelantábamos, el proceso educativo da al traste con los pueriles goces de la caca, el pis y el pedo. El interés adulto por los mismos está generalmente mal considerado y puede derivar en coprofilia. En unos sublimes versos inspirados por Escatonia, musa de la mierda pura, podemos resumir toda nuestra sabiduría acerca del asunto:
Por la caca la pasión
motiva la admiración
desde la más tierna edad
de un infante sin maldad.
Pero si en los años adultos
prosigues con la afición
de regodearte con fruición
en todo lo que es marrón,
seguro que a juicio de otros
eres digno de censura
y al final se te atribuye
algún tipo de locura.
Pues quien de todo esto huye,
sin comerse mucho el tarro,
con facilidad concluye
que eres un vulgar guarro.
Esa es la triste verdad: guarro y más que guarro es el adulto marrón. Por ello conviene no proseguir mucho el análisis, no nos vayan a aplicar el adjetivo. A pesar de todo, no podemos eludir una cita culta en nuestro descargo, en la que mismísimo Erasmo de Rotterdam reflexiona sobre el pedo: “Algunos recomiendan a los niños que retengan los ruidos apretando las nalgas. Pues bien, está mal coger una enfermedad por querer ser educado. Si se puede salir, hágase aparte; si no, sígase el viejo proverbio: disimúlese el ruido con una tos” (tussi crepitum dissimulet). Palabra de humanista.

sábado, 21 de enero de 2012

Al son del tam-tam


Hablábamos de obsesiones y temores, y eso me ha hecho recordar los temores obsesivos de los colonizadores europeos en las profundas selvas del África misteriosa.
En más de una película de colonos en la ignota jungla africana, los “civilizados” europeos pasan noches de terror oyendo los lejanos tam-tam de unas tribus generalmente hostiles (sus motivos tendrían), que cuentan con la ventaja de jugar en su campo. Los pobres e ignorantes europeos, agazapados tras sus convicciones civilizadoras, su whisky y algún que otro rifle, no alcanzan a comprender qué sentido tiene esa algarabía tamboril. ¿Es una llamada a los vecinos invitándolos a una merienda de negros (perdón por la incorrección política) en la que los blancos son el plato fuerte? ¿Transmiten información sobre su situación y fuerzas? ¿Intentan simplemente amedrentarlos? ¿Invocan a sus espíritus? ¿O intercambian recetas para guisar a esos suculentos europeos con aspecto de estar aún algo crudos?
Solo algunos de los más avispados blanquitos se dieron cuenta de que se trataba de un medio de comunicación. Y les llevaría décadas comprender el meollo de la cuestión. Veamos, en serio, cómo funcionaban esos tambores parlantes.
En principio se pensó que se trataba de un sistema básico de mensajes, codificados en los ritmos (algo así como los toques de trompeta en el ejército o los de campanas en las iglesias). Pero con el tiempo se descubriría que los tambores transmitían más información, que eran un medio de comunicación mucho más sofisticado de lo que, a ojos de los europeos, parecían capaces de desarrollar esas tribus africanas.
Dicho proceso de descubrimiento es el punto de partida de la obra de James Gleick, The Information (Pantheon Books), de próxima publicación en castellano. El sistema funcionaba porque las lenguas que lo usaban eran lenguas tonales, es decir, lenguas en las que el significado de los sonidos no solo depende de la pronunciación de vocales y consonantes, sino también, y en gran medida, de los tonos (ascendentes, descendentes...) con que se pronuncian los fonemas. Así, una frase cualquiera presenta una particular musicalidad, un juego de tonos específico, que puede ser reproducido con un tambor, marcando los sonidos altos y bajos, los ascensos y los descensos. Algo imposible para una lengua europea actual, que solo distingue la tonalidad en casos muy específicos. Como es lógico, un juego de tonos concreto podía corresponder a frases muy distintas, de ahí que para transmitir un mensaje fuese necesario añadir más frases, información redundante, que aclarase el contexto y diese sentido al conjunto.
No he podido dejar de contar esta historia, narrada con mucho más detalle y gracia en el citado libro de Gleick, pues me pierde la erudición. Los tambores nos han traído por unos derroteros más serios de lo que en principio se proponía este blog, que nació con una intención jocosa. En este punto, no sé si realmente debo mantener esta línea o recuperar el tono gamberro del principio. ¿O quizá combinar ambos, al modo bipolar de la Oro en su blog?

miércoles, 18 de enero de 2012

Obsesiones


Si siguiese dándole vueltas y más vueltas al tema de por qué y cómo he iniciado este blog, no solo mis escasos lectores terminarían huyendo, con indudable razón, sino que yo acabaría enloqueciendo como aquellos que se obsesionan con una actividad o se enganchan a un juego y son incapaces de dejarlo. A estos, el objeto de su interés les demanda tanta atención, que ponen en él todo su ser, de forma que, si por ventura o agotamiento, cesan en la obsesiva tarea, sus neuronas, por una suerte de inercia, prosiguen el bucle sin fin en el que se han visto encerradas. Chaplin lo mostró en una genial secuencia de Tiempos modernos, aunque ahí la actividad que generaba la obsesión era el trabajo mecánico.
Pero es más normal que el objeto de la obsesión sea en principio algo placentero. Como en ese episodio de los Simpson en el que toda la familia se pone a la tarea de completar un puzzle de miles de piezas: Homer llega a faltar al trabajo durante una semana y termina viendo la realidad con forma de pieza de puzzle. En realidad, creo que todos hemos experimentado, en mayor o menor medida, situaciones parecidas (o yo soy un bicho más raro de lo que creía), pero nada que no se supere con una buena noche de sueño (si se consigue conciliar) o con una abundante y suculenta ingesta (que desplace el interés hacia lo verdaderamente importante).
Sin embargo, cuando algo demanda la atención con insistencia (o más bien, cuando el interés de uno se vuelca monotemáticamente en un asunto) y todo parece hacer referencia al tema, la obsesión se puede convertir en una patología. En la Alemania de entreguerras, durante la hiperinflación de 1922-23 (novelada por Arthur R.G. Solmssen en Una princesa en Berlín, Tusquets), cuando los bienes más básicos alcanzaron precios de billones de marcos, se diagnosticó una enfermedad mental que podríamos traducir como “infarto de ceros” o “cifritis” (así lo llamó la revista Time en 1923, pues ya existía entonces esa otra obsesión por clasificar como patología psicológica cualquier comportamiento). Los afectados por ese supuesto desorden mental escribían sin cesar ristras de ceros o trasladaban la inflación monetaria a otros ámbitos, y así podían afirmar que tenían cuatro trillones de hijos o que iban a cumplir treinta billones de años. El propio Galbraith cita el caso en uno de sus libros. La referencia a todo ello en la wikipedia en inglés: zero stroke. En nuestros días, la obsesión por los ceros ha hecho mella en los administradores de la cosa pública, que los escriben sin tasa sobre cualquier partida presupuestaria. O tempora, o mores!
Las obsesiones nos obsesionan, pero también nos aterran por que indican una falta de control sobre algo tan íntimo como nuestro supuesto libre albedrío. Sobre estos y otros temores, más otro día.