Si siguiese dándole vueltas y más vueltas al tema de por qué y cómo he
iniciado este blog, no solo mis escasos lectores terminarían huyendo, con
indudable razón, sino que yo acabaría enloqueciendo como aquellos que se
obsesionan con una actividad o se enganchan a un juego y son incapaces de
dejarlo. A estos, el objeto de su interés les demanda tanta atención, que ponen
en él todo su ser, de forma que, si por ventura o agotamiento, cesan en la
obsesiva tarea, sus neuronas, por una suerte de inercia, prosiguen el bucle sin
fin en el que se han visto encerradas. Chaplin lo mostró en una genial
secuencia de Tiempos modernos,
aunque ahí la actividad que generaba la obsesión era el trabajo mecánico.
Pero es más normal que el objeto de la obsesión sea en principio algo
placentero. Como en ese episodio de los Simpson en el que toda la familia se
pone a la tarea de completar un puzzle de miles de piezas: Homer llega a faltar
al trabajo durante una semana y termina viendo la realidad con forma de pieza
de puzzle. En realidad, creo que todos hemos experimentado, en mayor o menor
medida, situaciones parecidas (o yo soy un bicho más raro de lo que creía),
pero nada que no se supere con una buena noche de sueño (si se consigue
conciliar) o con una abundante y suculenta ingesta (que desplace el interés
hacia lo verdaderamente importante).
Sin embargo, cuando algo demanda la atención con insistencia (o más bien,
cuando el interés de uno se vuelca monotemáticamente en un asunto) y todo
parece hacer referencia al tema, la obsesión se puede convertir en una
patología. En la Alemania de entreguerras, durante la hiperinflación de 1922-23
(novelada por Arthur R.G. Solmssen en Una
princesa en Berlín, Tusquets), cuando los bienes más básicos alcanzaron
precios de billones de marcos, se diagnosticó una enfermedad mental que
podríamos traducir como “infarto de ceros” o “cifritis” (así lo llamó la revista
Time en 1923, pues ya existía
entonces esa otra obsesión por clasificar como patología psicológica cualquier
comportamiento). Los afectados por ese supuesto desorden mental escribían sin
cesar ristras de ceros o trasladaban la inflación monetaria a otros ámbitos, y
así podían afirmar que tenían cuatro trillones de hijos o que iban a cumplir treinta
billones de años. El propio Galbraith cita el caso en uno de sus libros. La referencia
a todo ello en la wikipedia en inglés: zero stroke. En nuestros días, la
obsesión por los ceros ha hecho mella en los administradores de la cosa
pública, que los escriben sin tasa sobre cualquier partida presupuestaria. O tempora, o mores!
Las obsesiones nos obsesionan, pero también nos aterran por que indican una
falta de control sobre algo tan íntimo como nuestro supuesto libre albedrío.
Sobre estos y otros temores, más otro día.
Ningún tipo de obsesión es buena. Todas afectan a nuestra vida y nos hacen sumergirnos en un mundo irreal del que al salir nos sentimos vacíos.
ResponderEliminarTodo ha de tener su moderación, o nos convertiríamos en esclavos.
Saludos!!