jueves, 26 de enero de 2012

Caca, pedo, pis, o los tres estados de la materia


Mis fieles comentaristas me animan a seguir combinando ambos tonos, y así lo intento con el título de este prosículo: una referencia universal escatológica matizada por una glosa científica. Hay textos que encuentran su título una vez compuestos, pero hay títulos que incitan a escribir un texto, aunque sea en un tono menor. ¿O no es tan menor? En breve se verá.
Cualquier lector avisado se habrá dado cuenta de la omisión de un término en la poética tríada que preside el prosículo. La palabra que falta –‘culo’, que seguramente será objeto de un tratamiento aparte, como merece ese glorioso sector de la anatomía humana (y no solo humana)–, ha sido omitida por razones que tienen que ver exclusivamente con la lógica clasificatoria. Pues de lo que aquí se trata es de una especie de passio excrementitia, del interés por todo lo excretado.
Una fascinación que surge tempranamente en el niño, que observa que, más allá de todo lo que puede emitir por los órganos superiores de su cabeza (gritos, voces, mocos, babas...), es capaz de generar otros productos misteriosos con las partes inferiores de su anatomía. Y dicho interés crece, además, por la actitud de sus mayores, que muestran toda suerte de tabúes acerca de dichas partes y sus frutos, algo que sin duda el infante percibe.
La atracción por esas producciones corporales tiene asimismo que ver con la aparente autonomía con que son excretadas. Voces, gritos y babas son, a partir de cierta edad, resultado de un acto de la voluntad. Pero la tríada de los bajos –como también podríamos llamarla–, surge en principio sin control voluntario por parte del infante. Solo la represión educativa a que se verá sometido forzará su dominio sobre los esfínteres.
Por último, –y en un análisis apresurado nos atreveríamos a afirmar que este es el argumento definitivo–, el excelso goce que experimenta el cuerpo en la liberación excrementicia ocasiona un grado de felicidad tal, que el infante excrementante no puede sino celebrar el momento y el resultado de su emisión, sea esta en cualquiera de los tres estados de la materia.
Sin embargo, como adelantábamos, el proceso educativo da al traste con los pueriles goces de la caca, el pis y el pedo. El interés adulto por los mismos está generalmente mal considerado y puede derivar en coprofilia. En unos sublimes versos inspirados por Escatonia, musa de la mierda pura, podemos resumir toda nuestra sabiduría acerca del asunto:
Por la caca la pasión
motiva la admiración
desde la más tierna edad
de un infante sin maldad.
Pero si en los años adultos
prosigues con la afición
de regodearte con fruición
en todo lo que es marrón,
seguro que a juicio de otros
eres digno de censura
y al final se te atribuye
algún tipo de locura.
Pues quien de todo esto huye,
sin comerse mucho el tarro,
con facilidad concluye
que eres un vulgar guarro.
Esa es la triste verdad: guarro y más que guarro es el adulto marrón. Por ello conviene no proseguir mucho el análisis, no nos vayan a aplicar el adjetivo. A pesar de todo, no podemos eludir una cita culta en nuestro descargo, en la que mismísimo Erasmo de Rotterdam reflexiona sobre el pedo: “Algunos recomiendan a los niños que retengan los ruidos apretando las nalgas. Pues bien, está mal coger una enfermedad por querer ser educado. Si se puede salir, hágase aparte; si no, sígase el viejo proverbio: disimúlese el ruido con una tos” (tussi crepitum dissimulet). Palabra de humanista.

sábado, 21 de enero de 2012

Al son del tam-tam


Hablábamos de obsesiones y temores, y eso me ha hecho recordar los temores obsesivos de los colonizadores europeos en las profundas selvas del África misteriosa.
En más de una película de colonos en la ignota jungla africana, los “civilizados” europeos pasan noches de terror oyendo los lejanos tam-tam de unas tribus generalmente hostiles (sus motivos tendrían), que cuentan con la ventaja de jugar en su campo. Los pobres e ignorantes europeos, agazapados tras sus convicciones civilizadoras, su whisky y algún que otro rifle, no alcanzan a comprender qué sentido tiene esa algarabía tamboril. ¿Es una llamada a los vecinos invitándolos a una merienda de negros (perdón por la incorrección política) en la que los blancos son el plato fuerte? ¿Transmiten información sobre su situación y fuerzas? ¿Intentan simplemente amedrentarlos? ¿Invocan a sus espíritus? ¿O intercambian recetas para guisar a esos suculentos europeos con aspecto de estar aún algo crudos?
Solo algunos de los más avispados blanquitos se dieron cuenta de que se trataba de un medio de comunicación. Y les llevaría décadas comprender el meollo de la cuestión. Veamos, en serio, cómo funcionaban esos tambores parlantes.
En principio se pensó que se trataba de un sistema básico de mensajes, codificados en los ritmos (algo así como los toques de trompeta en el ejército o los de campanas en las iglesias). Pero con el tiempo se descubriría que los tambores transmitían más información, que eran un medio de comunicación mucho más sofisticado de lo que, a ojos de los europeos, parecían capaces de desarrollar esas tribus africanas.
Dicho proceso de descubrimiento es el punto de partida de la obra de James Gleick, The Information (Pantheon Books), de próxima publicación en castellano. El sistema funcionaba porque las lenguas que lo usaban eran lenguas tonales, es decir, lenguas en las que el significado de los sonidos no solo depende de la pronunciación de vocales y consonantes, sino también, y en gran medida, de los tonos (ascendentes, descendentes...) con que se pronuncian los fonemas. Así, una frase cualquiera presenta una particular musicalidad, un juego de tonos específico, que puede ser reproducido con un tambor, marcando los sonidos altos y bajos, los ascensos y los descensos. Algo imposible para una lengua europea actual, que solo distingue la tonalidad en casos muy específicos. Como es lógico, un juego de tonos concreto podía corresponder a frases muy distintas, de ahí que para transmitir un mensaje fuese necesario añadir más frases, información redundante, que aclarase el contexto y diese sentido al conjunto.
No he podido dejar de contar esta historia, narrada con mucho más detalle y gracia en el citado libro de Gleick, pues me pierde la erudición. Los tambores nos han traído por unos derroteros más serios de lo que en principio se proponía este blog, que nació con una intención jocosa. En este punto, no sé si realmente debo mantener esta línea o recuperar el tono gamberro del principio. ¿O quizá combinar ambos, al modo bipolar de la Oro en su blog?

miércoles, 18 de enero de 2012

Obsesiones


Si siguiese dándole vueltas y más vueltas al tema de por qué y cómo he iniciado este blog, no solo mis escasos lectores terminarían huyendo, con indudable razón, sino que yo acabaría enloqueciendo como aquellos que se obsesionan con una actividad o se enganchan a un juego y son incapaces de dejarlo. A estos, el objeto de su interés les demanda tanta atención, que ponen en él todo su ser, de forma que, si por ventura o agotamiento, cesan en la obsesiva tarea, sus neuronas, por una suerte de inercia, prosiguen el bucle sin fin en el que se han visto encerradas. Chaplin lo mostró en una genial secuencia de Tiempos modernos, aunque ahí la actividad que generaba la obsesión era el trabajo mecánico.
Pero es más normal que el objeto de la obsesión sea en principio algo placentero. Como en ese episodio de los Simpson en el que toda la familia se pone a la tarea de completar un puzzle de miles de piezas: Homer llega a faltar al trabajo durante una semana y termina viendo la realidad con forma de pieza de puzzle. En realidad, creo que todos hemos experimentado, en mayor o menor medida, situaciones parecidas (o yo soy un bicho más raro de lo que creía), pero nada que no se supere con una buena noche de sueño (si se consigue conciliar) o con una abundante y suculenta ingesta (que desplace el interés hacia lo verdaderamente importante).
Sin embargo, cuando algo demanda la atención con insistencia (o más bien, cuando el interés de uno se vuelca monotemáticamente en un asunto) y todo parece hacer referencia al tema, la obsesión se puede convertir en una patología. En la Alemania de entreguerras, durante la hiperinflación de 1922-23 (novelada por Arthur R.G. Solmssen en Una princesa en Berlín, Tusquets), cuando los bienes más básicos alcanzaron precios de billones de marcos, se diagnosticó una enfermedad mental que podríamos traducir como “infarto de ceros” o “cifritis” (así lo llamó la revista Time en 1923, pues ya existía entonces esa otra obsesión por clasificar como patología psicológica cualquier comportamiento). Los afectados por ese supuesto desorden mental escribían sin cesar ristras de ceros o trasladaban la inflación monetaria a otros ámbitos, y así podían afirmar que tenían cuatro trillones de hijos o que iban a cumplir treinta billones de años. El propio Galbraith cita el caso en uno de sus libros. La referencia a todo ello en la wikipedia en inglés: zero stroke. En nuestros días, la obsesión por los ceros ha hecho mella en los administradores de la cosa pública, que los escriben sin tasa sobre cualquier partida presupuestaria. O tempora, o mores!
Las obsesiones nos obsesionan, pero también nos aterran por que indican una falta de control sobre algo tan íntimo como nuestro supuesto libre albedrío. Sobre estos y otros temores, más otro día.

sábado, 14 de enero de 2012

Un título ridículo


Sí, sin duda este no es el mejor comienzo. Pero de algún modo había que titularlo, y la intención es que, en adelante, cada post o cada tema vaya, de alguna manera, ligado o encadenado con el anterior. Por eso me acordé de los versos encadenados y de los tercetos, también los pobres, encadenados, pero, claro, incapaz de versificar todo un blog (aunque algún que otro ripio caerá, pues son mi debilidad, como las patatas fritas), pensé en hacer prositas o prosículos, que son a la prosa lo que los versitos o versículos a la poesía de verdad.
Encadenado también está Le Canard, pero sus cadenas de origen son otras, y sus empeños más nobles, aunque ya me gustaría lucir en estas páginas virtuales algo de su mordaz espíritu.
Y el “título ridículo” de este post era inevitable, como justificación autocrítica del nombre del blog y como primera muestra de mi irresistible propensión por los ripios.
La incitación última para lanzarme a esta obscena tarea provino de mi vecina bloguera y sin embargo amiga, la Oro. En realidad este no es mi primer blog, el anterior tuvo unas pretensiones literarias tan elevadas, que me impidieron pasar de la tercera línea del primer post… una semana después de escribir esas breves líneas, lo borré.
Así que, llegados a este punto, ya he batido mi propio récord. No era difícil, dirán algunos (si ahí fuera hay algún lector). No era difícil, podría pensar yo mismo (pero no lo pienso, porque sé de quién estamos hablando), pero fácil tampoco era, como ya confesé en un comentario al ya referido blog de mi ya citada amiga. De ahí la tenue ocultación de mi personalidad en la firma: pura timidez. Aunque también sé que mis escasos lectores me conocéis, pues os he ido diciendo (no sin cierto pudor) que me había puesto a esta dudosa tarea de bloguear lo que se me pasase por la cabeza. Ya veremos qué resulta de todo ello.